Jaime Oliva, chofer de la dirección de Obras Municipales de la
Ilustre Municipalidad de La Florida, era un hombre fuera de lo común.
Nacido y criado en Lota, había llegado buscando pega a la capital en
el año noventa y ocho, después del cierre de la mina el año
anterior. Cuando llegó a Santiago, pasó unos días en la casa de
una tía por parte de mamá. Ahí se dedicó a vender banderas de
Chile y bufandas de la selección de fútbol aprovechando el furor
por el mundial. Andaba todo el mundo enloquecido por la clasificación
de la selección al mundial después de tantos años castigados por
la gracia del Cóndor Rojas. Cuando pasó el fervor por el fútbol y
la dupla Za-Sa, se compró con la platita que había juntado, una
maquina para estampar poleras y se fue a venderlas al paseo Ahumada
por las tardes y noches. En eso estuvo cerca de dos años, entre
poleras y otros negocios callejeros, hasta que conoció un día en un
bar de Mapocho a un tipo que trabajaba en la muni de La Florida, con
quien hizo una buena amistad. El tipo, luego de un tiempo, le
consiguió trabajo en una bodega municipal donde se almacenaban
elementos de jardinería. Estuvo ahí tres años trabajando y luego
pasó a ser chofer de una camioneta de la dirección de Obras. Le
tocaba transportar a unos inspectores que en realidad lo que más
hacían era pasar a comer completos en un puesto de Santa Raquel con
Camino Trinidad.
La vida de Jaime Oliva siempre fue distinta al resto de los chilenos.
Mientras el resto del país vivía años de bonanza económica,
disfrutando de los jugosos chorreos liberales, Jaime Oliva tenía que
ganarse la vida en lo que fuera. Nunca se detuvo a pensar por qué
justo a él le había tocado esa vida tan difícil, el por qué todo
el mundo lo pasaba bien menos él. Y así fue como durante los años
de chofer, entre idas y venidas llevando inspectores municipales a
comer completos, se convenció que su vida de esfuerzos y mal pasar
se debía a un problema de actitud. Nunca fue un tipo muy entusiasta,
por lo que decidió cambiar radicalmente de actitud. Un día se peinó
de forma distinta, fue a una tienda y sacó una tarjeta de crédito y
se compró ropa linda como todo el mundo. Ya no quería ser más un
tipo al que todo le costaba. Al igual que los chilenos que veía a
diario, ahora creía que una actitud adecuada podría cambiar su
vida.
Por ese entonces, a principios de siglo, llegó a Chile la moda de
leer libros de autoayuda, que en realidad fue una repercusión de la
industria de libros en Argentina. Por aquel entonces, ésta se dedicó
a editar millones de piadosos manuales luego de la crisis económica
y moral que azotó el país vecino. Así fue que los libros que no
fueron vendidos en Argentina, porque sus ciudadanos ya no los
necesitaban, fueron importados a Chile y comercializados en quioscos
y librerías. En Santiago comenzaron a ser comprados de forma masiva,
más como una forma de autoafirmación de los chilenos que por
necesidad. Sabían que sus vecinos los habían necesitado para salir
de la crisis y eso los hacía feliz. El saber cuán bajo habían
caído los argentinos, al punto de llegar a leer esos libros
desesperados, hacía que en Chile todos quisieran uno para tenerlo
como una especie de monumento o trofeo a su felicidad. En Chile todo
el mundo era feliz y se jactaban de ello. Todo el mundo menos Jaime
Oliva.
Una tarde, en una vuelta que le tocó hacer por el paradero catorce
de avenida La Florida, llegó un libro de autoayuda a sus manos. Lo
leyó con entusiasmo y se dio cuenta de su error. Todos sus problemas
no se debían a la falta de actitud, sino a la carencia de
conformidad. Se dio cuenta que toda su vida había pasado en un
constante disconformidad consigo mismo, con el país, con su
religión, con sus vecinos, hasta con su equipo de fútbol. No
necesitaba tarjetas de crédito, ni ropa linda como el resto, se dio
cuenta que eso llegaría de una forma u otra si se conformaba en ser
lo que era. Por primera vez en su vida sintió que su vida tena
sentido. Sintió ese tiempo, que al igual que sus vecinos y
conocidos, era feliz.
En la actualidad se puede ver llegar a Jaime Oliva en su camioneta al
puesto de completos de Santa Raquel con Camino Trinidad,
transportando a inútiles inspectores municipales , que no importa
que sean inútiles, pues en Chile siguen siendo todos felices. Si
alguien se acerca donde Jaime Oliva y le pregunta qué tal su vida,
el hombre, muy radiante siempre contesta que muy bien. No es una
exageración afirmar que es una persona feliz.
Hoy en día se puede ver en cada hogar del país, en un lugar
destacado del librero familiar, una edición de algún libro de
autoayuda, como un altar a la gran felicidad patria por sobre las
carencias vecinas. En Chile se puede ser feliz sin uno de los libros,
pero se puede ser más feliz aún con uno de éstos en casa.
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